por Cornelio Rivera
Pocos son los que nunca han pretendido engañar a otros. Una sonrisa, un abrazo, un apretón de manos, un “sí”, una explicación, nos pueden hacer muy buenas personas ante los demás. Pero, ese tono de voz tan condescendiente y esa actitud tan abierta y disponible, pueden ser tan solo una apariencia. En el interior de la mente se puede estar hilando algo totalmente diferente, pensando en el beneficio por lograr, si seguimos sonriendo, si seguimos fingiendo. Ya el plan está hecho, ya hemos decidido lo que hemos de hacer.
Lo que dices o aparentas es solo para quitarte a aquella persona de encima, para hacerle creer que sí, que estás de acuerdo, que obedecerás, que eres sumiso a sus órdenes y deseos. ¡Cuántas veces aparentamos en el exterior, lo que en realidad no sentimos en el interior! En muchos casos logramos engañar a las personas con quienes tratamos, caen en la cubierta de mentira que hemos fabricado. Al fin y al cabo eso es lo que nos interesa, que crean que somos de una manera, aunque en verdad somos totalmente lo opuesto.
Es posible acostumbrarnos tanto a actuar de esta manera con los demás, que también creemos poder hacerlo con Dios. Pero el rey David, quien tuvo que atravesar por una dura experiencia para darse cuenta que no podía engañar a Dios, escribió: "Oh Señor, tú me has examinado y conocido,... has conocido mi sentarme y mi levantarme, has entendido desde lejos mis pensamientos... todos mis caminos te son conocidos. Aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí... tú la sabes" (Sal. 139:1-4). Ante esta ineludible realidad, el apóstol Pablo nos revela otra verdad, diciendo: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado; pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gal .6:7).
Quien pretende ser algo delante de Dios sin serlo, se engaña a sí mismo y el producto de querer aparentar, será como la intención de su corazón. Dice Jesús: “yo soy el que escudriña la mente y el corazón; y os daré a cada uno según vuestras obras” (Ap. 2:23). ¿Qué es lo que Dios ve en tu corazón?
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Pocos son los que nunca han pretendido engañar a otros. Una sonrisa, un abrazo, un apretón de manos, un “sí”, una explicación, nos pueden hacer muy buenas personas ante los demás. Pero, ese tono de voz tan condescendiente y esa actitud tan abierta y disponible, pueden ser tan solo una apariencia. En el interior de la mente se puede estar hilando algo totalmente diferente, pensando en el beneficio por lograr, si seguimos sonriendo, si seguimos fingiendo. Ya el plan está hecho, ya hemos decidido lo que hemos de hacer.
Lo que dices o aparentas es solo para quitarte a aquella persona de encima, para hacerle creer que sí, que estás de acuerdo, que obedecerás, que eres sumiso a sus órdenes y deseos. ¡Cuántas veces aparentamos en el exterior, lo que en realidad no sentimos en el interior! En muchos casos logramos engañar a las personas con quienes tratamos, caen en la cubierta de mentira que hemos fabricado. Al fin y al cabo eso es lo que nos interesa, que crean que somos de una manera, aunque en verdad somos totalmente lo opuesto.
Es posible acostumbrarnos tanto a actuar de esta manera con los demás, que también creemos poder hacerlo con Dios. Pero el rey David, quien tuvo que atravesar por una dura experiencia para darse cuenta que no podía engañar a Dios, escribió: "Oh Señor, tú me has examinado y conocido,... has conocido mi sentarme y mi levantarme, has entendido desde lejos mis pensamientos... todos mis caminos te son conocidos. Aún no está la palabra en mi lengua, y he aquí... tú la sabes" (Sal. 139:1-4). Ante esta ineludible realidad, el apóstol Pablo nos revela otra verdad, diciendo: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado; pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gal .6:7).
Quien pretende ser algo delante de Dios sin serlo, se engaña a sí mismo y el producto de querer aparentar, será como la intención de su corazón. Dice Jesús: “yo soy el que escudriña la mente y el corazón; y os daré a cada uno según vuestras obras” (Ap. 2:23). ¿Qué es lo que Dios ve en tu corazón?
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